El Boeing 777-300 viene cruceando flama a 10.000 metros de altura. De repente, sacudón fuerte, sensación de mariposas en la panza y el avión se despresuriza. Caen del techo esas mascaritas de oxígeno. “Siempre tenés que ponértela vos primero para después poder ayudar a los demás.”
¿Trillada decís?.
Trilladísima. Pero esa analogía justificó durante mucho tiempo mi inclinación literaria casi con exclusividad hacia el universo de la autoayuda.
Ahora, últimamente me está costando un poquito seguir usándola.
No es que no esté de acuerdo con la importancia de pensar y cuidarse primero a uno mismo. Todo lo contrario, me parece la base para poder expandirnos y muchas de las cosas que escribo definitivamente se pueden encuadrar dentro de la categoría de desarrollo personal. Después de todo, terminamos atrayendo y perpetuando lo que emanamos.
Pero nuestro deseo de expandirnos convive con el de tratar de encajar. Es natural y evolutivo (más sobre eso en este post).
Ese deseo -muchas veces inconsciente- de pertenecer, eventualmente nos pasa factura; porque a veces nos lleva a descuidar nuestros intereses o dejar de expresar nuestros sentimientos. Y cuando nos avivamos y tratamos de corregirlo, automáticamente las personas y las circunstancias nos recuerdan ese lugar que se suponía que teníamos que estar ocupando. Eso nos lleva nuevamente a corregir el curso para volvernos a alinear al carril esperado. Todo sea con tal de volver a pertenecer.
Hasta que no aguantás más.
Ese es el día en el que empezás a darte cuenta que algo en vos tiene que cambiar. Ese día empezás a coquetear con esa categoría en el fondo de la librería que durante mucho tiempo habías ninguneado; “Autoayuda”.
Ahora me toca a mí
Descubrir herramientas para mejorar mi presencia, consciencia y regulación emocional, fue un camino de ida.
Me abrió un mundo nuevo y me ayudó a comprender patrones de comportamiento y modelos mentales limitantes. Me ayudó también a sacarme de encima bolsitas de plomo que ni siquiera me daba cuenta que venía cargando en la mochila. Empecé a entender mejor mis acciones y reacciones y eso me llevó a seguir redoblando mi apuesta hacia el terreno de la autoayuda. Y así empecé a leer y leer, a devorar diferentes autores referentes en esa categoría de portadas minimalistas.
Algunos muy buenos, otros maso y muchos que terminé cerrando después de las primeras dos páginas. Ni hablar de las sobre-simplificaciones que me podía encontrar en las redes.
Pero a medida que fui digiriendo este contenido, empecé a ver un patrón que se repetía. Salvo algunas espectaculares excepciones como “Radical Acceptance” de Tara Brach (hiper-recomendable), buena parte de la literatura de autoayuda parte más o menos del mismo lugar: hay algo en vos que necesita ser arreglado.
“Flaco, así no. ¿Cómo no te diste cuenta que estuviste haciendo todo mal?”
No sos suficiente. Te falta disciplina, te sobran miedos, tenés una mentalidad de escasez, tus hábitos son tóxicos, no conocés el verdadero estado de presencia, no sos lo suficientemente consciente. El diagnóstico parece siempre venir por el lado de alguna iteración de “estás roto”, y la cura, obvio, está en el próximo libro, el siguiente curso online, o la última técnica de cinco pasos resumida en algún acrónimo que no conocíamos.
Y de repente, sin darnos cuenta por esa urgencia por repararnos, empezamos a cruzar una línea.
Es la línea que Marc Brackett, psicólogo especialista en regulación emocional, asegura que separa a la consciencia de la autocomplascencia; esa obsesión de estar analizando continua y sistemáticamente nuestra disposición emocional.
A partir de esa línea, lo que probablemente había empezado como un laburo sano y deseable de buscar desafiarnos a nosotros mismos (con el objetivo de convertirnos en mejores personas para elevar nuestra experiencia de vida y nuestros vínculos), de pronto se empieza a transformar en otra cosa muy diferente; un loop obsesivo autorreferencial.
Desatamos una especie de fijación donde empezamos a tener una visión de tipo túnel hacia un paraíso idílico del bienestar personal. Y en lugar de arrancar desde un lugar de aceptación y suficiencia, dejamos que otros nos definan como un PH detonado en Colegiales que tiene que entrar en un proyecto de renovación perpetua.
Pero“la vida no es un problema a ser resuelto,” decía hace casi dos siglos el filósofo danés Søren Kierkegaard, “sino una realidad a ser experimentada”. Bob Dylan decía algo parecido también.
Últimamente estoy sintiendo que hay algo de la industria del desarrollo personal que nos está queriendo convencer de otra cosa. Como si la vida fuese un algoritmo de IA que hay que optimizar y nosotros fuésemos ese mismísimo código defectuoso.
Y bajo esa lógica, en vez de tener regularmente una saludable mirada al espejo tratando de vivir en presencia, nos vamos metiendo en un laberinto de miles de espejitos en los que cada reflejo nos muestra una nueva imperfección que tenemos que pulir. Así empezamos a volvernos hiperconscientes de nuestros pensamientos, a analizar al detalle cada emoción y a auditar neuróticamente cada mínimo comportamiento.
Pero vos y yo sabemos que las plantitas no crecen si cada día las estamos sacando de la tierra para ver cómo vienen sus raíces. A vos y a mi nos pasa lo mismo, es imposible florecer y, como propone Kierkegaard, experimentar a pleno la vida si estamos bajo un constante auto-escrutinio crítico.
Saliendo por el costado
Autoayuda.
Esa palabra me hace acordar a cuando te metés al mar por ese lugar aparentemente calmo, sólo para darte cuenta un ratito más tarde que le pifiaste fulero. Porque te metiste por el peor lugar posible, te metiste por el chupón.
Y ahí te desesperás y empezás a nadar de manera desquiciada para volver a la orilla. Gravísimo error. Por más que lo intentes y lo intentes, estás nadando contra corriente. Así no te autoayudás nada, así te hundís.
Por suerte para mi, esta lección la aprendí arriba de una tabla; del chupón no salimos con insistencia. No salimos ni luchando, ni braceando hacia la orilla contra-corriente más fuerte o más rápido. Del chupón salimos aceptando que estamos en el chupón y dejándonos llevar por esa fuerza que no controlamos. Del chupón salimos por atrás y por el costado.
Y atrás y al costado, tenemos a los demás.
Vivimos en un mundo que se está poniendo cada vez más individualista y que está atravesando una de las peores epidemias de soledad. Gran parte de este problema, está fogoneado por la tecnología; nos sentimos conectados a través de las redes, pero nos da fiaca salir del scroleo digital para darle una mano analógica al otro. No es loco entonces que todos los indicadores de depresión estén más altos que nunca.
En este contexto, el mundo de la autoayuda capaz nos hace pasarnos un poco de rosca. Porque cuando el foco principal de nuestra vida pasa a ser nuestro propio crecimiento, las relaciones con los demás quedan en segundo plano o corren el riesgo de volverse transaccionales. Empezamos a evaluar a las personas no por lo que son, sino por lo que aportan a nuestro proyecto. “¿Esta persona vibra igual que lo que debería vibrar como para facilitar mi iluminación? ¿Me eleva lo suficiente o está drenando un poquito de más mi energía? ¿Encaja perfectamente en esa visión magnánima de mi “yo futuro”?
No hay dudas que existen vínculos tóxicos. No hay dudas que está bueno aprender herramientas para identificarlos y no hay dudas que conviene rodearnos de los que son sanos. Pero seamos honestos, todos tenemos nuestras miserias. Cuando todo el análisis queda tamizado por un ideal de espiritualidad y priorización del absoluto bienestar personal, puede que nos estemos metiendo en una nueva forma socialmente aceptable de narcisismo.
“Espejito, espejito, dime ahora quién es el más elevado de todo el universo”.
Podemos pasar a convertir a los amigos, a la familia y hasta nuestra pareja en meros accesorios de nuestra autorrealización. Si alguien está pasando por un mal momento, en lugar de ofrecer un poco de compasión incondicional, la lógica de la autoayuda nos puede llevar a poner límites para proteger nuestra intachable energía positiva.
Y así, capaz estamos empezando a disfrazar con autoprotección nuestra clara falta de empatía o hasta un absurdo sentido de superioridad emocional.
El gran escritor y aviador Antoine de Saint-Exupéry -que dicho sea de paso alguna vez se alojó acá nomás en el Hotel Ostende- lo expresó muy lindo en “Tierra de hombres”: “Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección”.
En el desarrollo personal, pasarnos de esa línea que marca Brackett nos hace hacer exactamente lo contrario: quedamos tan fijados con nosotros mismos, que terminamos metiendo un espejo entre medio hasta del que tenemos atrás o al costado con tal de seguir reflejándonos a nosotros mismos.
Pero no hace falta que te diga lo que nos perdemos al hacer ésto.
Porque por más que lo haya hecho el mismísimo Buddha, me cuesta muchísimo digerir que el precio de alcanzar la iluminación sea tener que dejar atrás a las personas más importantes en tu vida.
Y sí, todos necesitamos entrar en una en algún momento de nuestras vidas.
Churchill decía que “todo profeta en algún momento de su vida necesita ser forzado a ir a lo salvaje, para experimentar soledad, carencias, reflexión y meditación”. Es a partir de esa prueba que creamos lo que él denominaba como la“dinamita psíquica”.
Y está bien dinamitar si hay que dinamitar, pero no pensemos que reconstruimos solos.
Mirá, podemos rechazar la sociedad y todas sus ataduras. Podemos embarcarnos en un viaje super radical de autodescubrimiento en la naturaleza. Podemos pensar que el objetivo final es la autosuficiencia total, esa prueba definitiva de nuestra fortaleza individual para bracear contra corriente. Pero es bastante probable que, después de probarlo, terminemos escribiendo en algún lado lo mismo que escribió Christopher McCandless en la película “Into the Wild” después de haberse obsesionado con exactamente todo eso: “La felicidad es solo real cuando se comparte”.
Obsesionarnos con autoayudarnos nos puede llegar a alcanzar una cumbre, una probablemente vacía.
Y sería bastante triste, como sentís cuando ves la peli, que esa búsqueda del “yo” realizado, iluminado y perfecto nos lleve a la trágica comprensión de que el significado profundo de la vida, en realidad, como se dio cuenta Alexander Supertramp, está en el “nosotros”.
Levantar la vista
No se trata de abandonar el deseo de ser mejores.
Ni loco se trata de dejar de buscar estar más presentes y de vivir con más consciencia, regulándonos mejor y accionando con más y mejores opciones que las que tal vez aprendimos de pibes. Lo escribo y lo afirmo mientras, justo en estos días, me encuentro leyendo las últimas páginas de Stillness is the key, de Ryan Holiday. No me vas a decir que ese no entra en la categoría de autoayuda.
Todo el libro machaca sobre una idea; la importancia de la quietud en nuestras vidas para lograr vivir plenamente. En una de las líneas, Holiday remarca: “No hay quietud para la mente que no piensa en nada más que en sí misma, ni jamás habrá paz para el cuerpo y el espíritu que siguen cada uno de sus impulsos y no valoran nada más que a sí mismos.”
La disciplina, la reflexión y el aprendizaje de muchas de las herramientas que encontramos en el universo del desarrollo personal pueden ser tremendamente valiosas. También pueden volverse en contra. El peligro, como en todo, no está en las herramientas sino en olvidarnos por qué y para qué las estamos incorporando en nuestras vidas.
Creo que el problema es que parte del universo de la autoayuda puede hacernos pensar que la felicidad es un destino al que se llega después de una peregrinación analítica en solitario como la de McCandless, después de haber exorcizado todos nuestros demonios, de haber pulido todas nuestras imperfecciones y de haber arreglado todo lo que muchos insisten que tenemos roto.
Pero en realidad lo que podemos estar rompiendo con este foco non-stop en nosotros mismos, son nuestros lazos. Porque dejamos de mirar y conectar con el otro por esta fijación con mirarnos a nosotros mismos y creo que el precio que pagamos puede ser muy alto.
Fuera de todas nuestras obsesiones de autoperfeccionamiento, está el mundo que, como decía. Kierkegaard, vale la pena experimentar. Está lleno de personas reales, imperfectas y maravillosas esperando conectar. La pregunta no es cómo podemos ser nuestra mejor versión, sino cómo podemos dar lo mejor de nosotros a los demás. Porque en esa conexión es donde vamos a poder sentirnos realmente felices, como descubrió -fatídicamente tarde- McCandless.
En el proceso, probablemente nos empecemos a dar cuenta que somos más suficientes de lo que nos imaginábamos. Y así, podemos dejar de obsesionarnos en construir un mejor “yo” aislado y, en su lugar, direccionemos las herramientas de la autoayuda para construir un mejor “nosotros”. Estaría bueno, creo que muchas cosas serían mejores.
Claro que tenemos cosas para mejorar y reparar. Pero no creo que sea luchando como desquiciados para salir del chupón.
Si dejamos de pensar todo el tiempo que no estamos braceando lo suficientemente fuerte, capaz podamos darnos cuenta lo fácil que es salir para atrás y para el costado. Y ahí, sentados sobre sus tablas, disfrutando en quietud mirando al horizonte, nos vamos a encontrar con todos los demás.
Quién te dice, capaz hasta disfrutamos de agarrar juntos alguna que otra ola.
Abrazo y hasta la prox.