Este es mi mueble licorero y, aunque no lo creas, puso mi integridad en jaque.
Hace 3 años lo encontré en Mercadolibre publicado a la venta por un flaco que lo había empezado a restaurar pero que se había aburrido a medio camino. En ese momento me estaba mudando de un depto a un lugar más grande y me pareció un lindo proyecto para encarar.
Era de esos muebles americanos de buena madera, de los que ya casi no se hacen más y fue una ganga porque el hombre se lo quería sacar de encima. Si bien tenía mucho potencial, lo miraba así como estaba y ya me parecía hermoso. Tal vez por esa razón, nunca me tomé el laburo de ponerlo a punto en los 3 años que estuve en esa casa donde me había mudado.
Hace unos meses me tocó mudarme nuevamente, pero a una casa más chica. Ahora el mueble iba a tomar mucho mas protagonismo y decidí que no iba a caer devuelta en la procrastinación. Antes de meterlo a la casa en el lugar que había elegido, quería por fin ponerle un punto final a lo que su dueño anterior alguna vez había empezado.
Extreme make over
El proceso tenía sus yeites; implicaba un lijado de todas sus caras y estantes, para después aplicarle una Cetoleada completita que lo protegiese y le diese vida a toda su hermosa madera. Además, el mueble tenía un fondo empapelado con una trama vintage. Era bastante monona pero estaba muy desmejorada y venía pidiendo cambio cual Pipita Higuaín después de un pique corto. Por suerte, encontré un retazo de un papel muy lindo que me había sobrado de una biblioteca que había hecho hacía unos años atrás. Lo había guardado porque sabía que le iba a llegar su momento de entrar a la cancha.
Después de casi 2 dias de laburo -acelerados gracias al nitro de la gloriosa lijadora eléctrica- el trabajo estaba terminado y el mueble había quedado…FLAMA.
Con una tremenda manija y orgullo encima, me dispuse a pegarle la vuelta para clavarle la zorrita por detrás y así inclinarlo para meterlo en la casa.
Ahí fue cuando me corrió un escalofrío por la espalda.
Su cara posterior, esa que va apoyada contra la pared y a la que nunca había mirado, era un desastre. Estaba completamente despintada, sucia y marcada con unos rayones verdes causados, probablemente, por el traqueteo en ruta del camión de mudanzas. Ahí nomás empezó la charlita interna…
– ¿La vas a meter así?
-Seee eso nunca se va a ver…
-Pero, o sea, el mueble y vos….el mueble y vos lo van a saber…
-¿y?
-¿y vas a poder dormir?
-opa….¿vos decís que no voy a poder dormir?
Dios. Nuevo dilema interno destrabado. Como si fuese un flashback en 20x, se me cruzaron todos los refranes que alguna vez esos viejos lobos me fueron diciendo a lo largo de mi vida:
“Si la vas a hacer, hacela bien flaco”
“Sieeempre te faltan 5 para el peso…”
“Ehhh pero si ya hiciste una, hacé una y meeedia querido!.”
“Y bueh…Para el mediocre, la mediocridad es una forma de felicidad”…
Pareeeeeeeeeeen!”
Eureka! La manzana que me cayó en la cabeza
Entre todo ese torbellino de cambalache popular que resonaba en mi bocho, de repente recordé esa famosa anécdota que el escritor Isaccson cuenta en la biografía de Steve Jobs. El hombre tenía una obsesión con los detalles, sobre todo con los que no se ven. Lo había heredado de su viejo que era mecánico pero que también se daba maña con la carpintería. Parece que su padre se preocupaba por las terminaciones y ponía buena calidad de madera aún en la parte de atrás de los muebles que armaba. “Todo merece ser hermoso, inclusive lo que no se ve”, solía decirle a su baby Steve.
Jobs mamó eso y probablemente fue una de las filosofías de vida que lo llevó a transformarse en el tremendo y mítico faso que terminó siendo para todo el equipo de diseño y de ingenieros de Apple. Porque les exigió que hicieran hermosas hasta las placas de video que iban a estar adentro de los gabinetes de las Macbook, esas que nunca en la fucking vida nadie más que ellos iban a ver.
¿Por qué se me vino esa anécdota a la cabeza? Me empecé a preguntar si tenía o no tenía sentido seguir los consejos de la familia Jobs.
¿Cuál es el beneficio de preocuparme por lo que no se ve?
Porque la obsesión de Jobs con lo que no se ve lo llevó a crear los productos más increíbles, pero también a terminar viviendo casi sin muebles en su casa porque ninguno estaba a la altura de sus standards.
Sin partes faltantes
Preocuparnos por lo que no se ve, de eso estamos hablando.
Hay un calificativo para una persona que sistemáticamente toma decisiones que protejan sus valores incluso -y sobre todo- cuando nadie está mirando; se la llama íntegra.
El escritor y orador Harv Eker suele decir que “como hagas cualquier cosa es como vas a hacer todas las cosas”. Entonces, me hago esta pregunta: ¿descuidar la integridad de la cara invisible de mi mueble puede llegar a promptearme a descuidar la integridad de mis acciones cuando nadie me ve?
Yo sé que suena a un montón, pero esperá que te sumo una capa, porque según la RAE algo íntegro es “aquello que no carece de partes faltantes”. Siguiendo esa definición, para que mi mueble sea íntegramente bello, también debería ocuparme de cuidar su contracara no visible.
Estoy tratando de seguir la lógica y hacer un paralelismo con mi vida. Estas definiciones me hacen pensar que para que yo me pueda considerar completamente íntegro como persona, no podría faltar que actúe acorde a los valores de los que pretendo enorgullecerme sobre todo cuando nadie me ve.
Ahora que lo pienso, eso puede traer un gran beneficio.
El subproducto de la integridad
Quiero poder confiar en mí mismo. Sé que lo necesito para nutrir mi relación conmigo mismo, con los demás y para avanzar con los proyectos personales y profesionales que me propongo. Pero la confianza no es una definición unilateral ni una declaración que uno hace; es un verbo continuo.
Creo que la confianza es como la creatividad, un músculo. Y creo que es uno que nos tenemos que comprometer a cultivar si lo queremos fortalecer en serio.
Pero entonces, ¿qué es lo que más me hace confiar en mí mismo? ¿Qué es lo que más me da confianza en que voy a hacer lo que me digo a mi mismo que quiero hacer? ¿Qué es lo que mejor me entrena?
Ahora estoy empezando a entender que lo que mejor tonifica, moldea y pone a prueba mi músculo de confianza es hacer lo que digo que voy a hacer cuando nadie me está mirando. No hay validación externa, no hay palmadita por el trabajo bien hecho, no hay aceptación social gregaria que eleva mi ego. Sólo estoy yo conmigo mismo y la consistencia con la que quiero comprometerme. Nada me entrena más que eso.
Creo que cuando nos comprometemos a hacer las cosas bien por y para nosotros mismos, especialmente cuando nadie más nos está mirando, es cuando cultivamos la más profunda confianza en nuestras habilidades y capacidades. Empezamos a entregarnos y creer en ellas para enfrentar cualquier desafío con integridad y excelencia. Nos hacemos resilientes y antifrágiles.
Todo los días nuestras decisiones y acciones tienen repercusiones que pueden ir mucho más allá de lo que nos queda evidente a simple vista. Actuar con integridad y hacer las cosas bien en todas las áreas de nuestras vidas nos permite construir con consistencia un fundamento sólido de confianza y autoestima.
Porque como alguna vez escuché por ahí, “la honestidad es decirle la verdad a los demás. La integridad es decirse la verdad a uno mismo”.
¿Qué hacemos con la zorrita?
Te estarás preguntando qué pasó con el licorero…
Te empecé diciendo que ese bendito mueble había puesto mi identidad en jaque. Medio click-bait, pero algo así pasó.
Me moría por terminar el trabajo y realmente quería terminarlo bien. Pero venía de una mudanza y de varias horas de restauración sin parar sobre ese licorero. Con la zorrita ya colocada por debajo, mi cuerpo cansado me rogaba que lo entrara a la casa para que, de una vez por todas, sonara el silbato que tanto estaba esperando. En muchas otras oportunidades, lo había hecho. Pero esta vez -no me preguntes por qué- decidí ir por los 5 que me faltaban para llegar al peso. Eso sí, busqué un matiz que no fuera el extremo obsesivo de Steve.
Retiré la zorrita y acepté ese día extra de trabajo que iba a tener por delante. Al día siguiente lijé, limpié y pinté su espalda para que esta vez, definitivamente, quedáramos íntegramente bellos. Mi licorero y yo.
Igual eso nunca lo vas a ver.
Abrazo y hasta la próx.