Odisea en tercera; lo que un Jeep IKA me enseñó acerca de la vida

No aguantaba más. Estaba desesperado y ya me había quedado en cuero y en boxers.

El estereo pedorro sin antena, apenas lograba captar la señal de la Rock&Pop. Desde su estudio con aire acondicionado, el locutor me cantaba con una tranquilidad casi sádica; “la térmiic-c-c actual…38 grados”.

Yo estaba en el km 68 y a esta altura ya había decidido también quedarme en patas. Patas a medias, porque el pie izquierdo venía descalzo, pero el derecho exigía una zapatilla.

Es que el acelerador de chapa se había transformado en una plancha de marcar ganado. Por el agujero que daba al vano motor, se venía colando el calor diabólico que emanaba el IKA 4 cilindros llevado a fondo.

A fondo es a fondo. Tabla, rugiendo en agonía. A fondo era acusando apenas unos 45km/h…y a fondo era en 3ra, porque esa era la cantidad de marchas que tenía para ofrecer el gauchito Jeep amarillo de la familia.

No era la primera vez que lo manejaba, pero por circunstancias que en ese momento todavía no terminaba bien de entender, sí era la primera vez que lo estaba haciendo en ruta.

También, la última.

 

Capítulo 1: Voto de confianza

Todos los años eran un calco.

Ni bien pasaba Navidad y con las vacaciones de verano encima, se ponía en marcha el “Operativo Pinamar”.

Mi viejo me pedía ayuda para cargar el Jeep con un arsenal de bienes no perecederos, bicicletas con manubrios doblados, cajas con vinos, aceites de girasol y cualquier otro tipo de bártulo (in)necesario como para resistir un ataque zombie costero.

Ya con el Tanque Amarillo a tope, ajustábamos como podíamos los cierres explotados de la capota de lona, revisábamos fluidos y nos asegurábamos que el capot quedara bien trabado.

Siempre había que asegurarse que el capot quedara bien trabado.

Le seguía la trepaba de mi viejo al habitáculo. Lo hacía siempre dirigiendo un resoplido al cielo porque su estado físico no era el mejor y porque sabía que se le venía el calvario; empezaba el tormento de encarar sin aire acondicionado los 376 kms que separaban Capital Federal del pueblo costero de Pinamar.

Mi vieja, más relajada, nos subía a mis hermanos y a mi a una espaciosa Chrysler Caravan. Un par de sandwichitos como para domar a las fieras, y así partíamos todos a la ruta.

Pero ese diciembre de 1998 no iba a ser como los demás.

Ese año mi viejo tenía otros planes; el traslado a la costa de ese Jeep -que era menos confiable que dieta en diciembre-, lo iba a hacer yo. Sí yo, con tan sólo 17 años y un registro flamante.

Lo más inquietante, lo iba a hacer solo. 

Solo porque, cuando unos días me había contado su idea, le propuse a un amigo que se sumara de acompañante. Pero ese soldado, a último momento, se cayó. Sus viejos no confiaron que pudiésemos con tamaña responsabilidad.

Pero mi viejo sí confió.

A ciegas, de manera delirante tal vez, pero confió que su hijo adolescente iba a poder superar la odisea que él tantas veces había tenido que superar. Ese diciembre de 1998 mi viejo me estaba pasando la posta de piloto y para mi significaba un montón.

Porque ese Jeep tenía mucha historia. Uno de mis primeros recuerdos de chico era saliendo de un garage al lado de mi papá apenas lo había comprado. Yo tenía 3 años. A ese día le habían seguido 15 años ininterrumpidos de aventuras al Faro de Punta Médanos, el barco hundido y el Cementerio de Caracoles. De los momentos más felices de mi vida.

Ahora esa leyenda quedaba en mis manos.

Antes de largarme a la ruta y como si estuviese por despegar un Boeing 747, llegó el checkeo protocolar que todavía puedo recitar de memoria (mayúsculas incluidas para emular el énfasis en su tono y la intensidad de su mirada):

[Mi Viejo]Pablo; controlá la temperatura del agua y el aceite TODO el tiempo.”
[Yo]Si Pa, siempre voy mirando…”
[Mi Viejo]Oime, tené el bidón de agua de repuesto siempre lleno.”
– [Yo]Si Pa, lo recargo siempre.”
– [Mi Viejo]Acordate que después de medio tanque, el reloj de nafta no marca más. Frená y cargá.”
– [Yo]Ya lo sé”
– [Mi Viejo] “Si calienta. FRENÁ. Y no abras el tapón del radiador. ESPERÁ que enfríe y recién después recargá.
– [Yo]Pa, no soy boludo”.
– [Mi Viejo] “Escuchame, siempre, SIEMPRE revisá las trabas del capot Pablo. No se te ocurra olvidarte de revisar las trabas si abrís el capot”.
– [Yo]Si Gordo LPM ya lo seee” (el “Gordo” salía cuando se empezaba a poner denso) .
– [Mi Viejo] “Acordate de bombear el freno cada tanto, que le tiene q llegar líquido por si tenés que frenar de golpe”.
– [Yo]  “Bombeo siempre Gordo…”
– [Mi Viejo] “No conectes la doble que no hace falta”.
– [Yo]Gordo, me estás jodiendo ¿no?”.

Habiendo pasado por ese tenso checklist, el Gordo se dispuso a entregarme en un acto solemne el único medio de comunicación celular en la familia; el legendario Motorola PT 550.

“Tomá, llevate el Movicom. Por si pasa algo…” me dijo serio con cara de circunstancia.

Esta vez el que trepaba al habitáculo era yo. Lo hacía con mayor facilidad que él, pero si en ese momento hubiese sabido todo lo que iba a pasar, probablemente nunca habría subido con la emoción que lo hice.

 

Capítulo 2: La negociación

Eran las 8.30am y había pasado sólo media hora desde mi partida de Capital.

Pero algo no estaba bien.

Según mi viejo, el Jeepcito podía rutear a unos -mentirosos- 80km/h sin problemas. Pero por alguna razón, yo no podía pasar los 45km/h sin que la aguja de la temperatura del agua empezara a enojarse. Ahí recordé algo que me dijo antes de salir: “no lo exijas, está en ablande”

Es que el 4 cilindros había tenido una retocadita a mitad de año, pero todavía no había tenido oportunidad de rodar demasiado.

La temperatura ambiente empezaba a trepar y muy rápido me di cuenta que iba a tener que empezar a parar más de lo que había pensado.

Bastante más.

Los intervalos de frenadas en la banquina pasaron de media hora a 15 minutos. En cada parada tenía que esperar a que el motor enfriara, para recién después poder abrir la tapa del radiador y rellenar con agua.

Y en cada parada, el bidón bajaba de nivel.

Este relato amerita un timelapse; tuve que ir frenando a cargar agua en cada estación de servicio que me crucé hasta llegar a San Borombón, unos 115kms y 4 horas más tarde. Ya era el mediodía y el calor era infernal. El Jeep no quería más y la situación se había tornado insostenible, la temperatura de motor no bajaba ni con la recarga de agua. Dudé en usar el Movicom.

“Ya estás en el baile…” pensé y reculé.

Mientras le daba de beber al radiador por vigésima vez, giré mi cabeza y de la mano de enfrente llegué a ver un galpón rodeado de máquinas agrícolas y un cartel que decía “Taller Mecánico”. Imaginé el festín que se podía llegar a hacer un mecánico de ruta con un pibito verde en apuros como yo.

Pero preguntar no costaba nada.

Tuve suerte. El tipo estaba sin demasiado laburo, mirando la tele y parecía decente. Le pegó una mirada e inmediatamente me dijo “tenés el radiador completamente tapado flaco, así no podés seguir… te lo tengo que sacar y depurar”.

“¿Y cuanto me sale?” pregunté resignado.

“Y…te lo hago por 50 pesos” (por ser vos, le faltó decir)

Hice algunas cuentas mentales rápidas. “No llego maestro, tengo 70 y me queda pagar un peaje y mínimo dos tanques de nafta. ¿Me lo hacés por 35?” le rogué con mi mejor cara de perrito mojado.

Gracias a la buena onda de Charly, una hora más tarde estaba saliendo a la ruta devuelta con el radiador expectorado listo para alcanzar esos míticos 80km/h. Había logrado seguir viaje y lo más importante, mi odisea me regalaba una primera lección: había aprendido a buscar soluciones.

 

Capítulo 3: Protocolos

Tenía una sonrisa de oreja a oreja.

Ya habían pasado cuarenta minutos desde mi salida de San Borombón y el IKA ahora volaba. El aire rutero caliente entraba con fuerza por la ventanilla abierta enrollada y, con el pecho inflado de orgullo propio, cantaba a la par de “El Rito” de Soda Stereo que había podido pescar en el dial. Ah! lo que damos por sentado ir a 80km/h papá!

Pero era demasiado bueno para ser real.

Confianzudo, en uno de los pispeos ya menos frecuentes al tablero, me vuelve a correr una transpiración fría por la espalda.

La aguja de la temperatura, en rojo otra vez.

Charly me lo había avisado:“Igual, si está en ablande, no te confíes…”. No le había dado bola, Cerati me había cebado.

Ahora, lo inevitable. Las paradas de banquina habían regresado con fuerza a su frecuencia habitual. La emoción se disipó de cuajo y la tortura ahora había vuelto con un condimento adicional; se acababa la autovía de la Ruta 2. Había doblado en Dolores para encarar los últimos 150kms en -lo que por esos años era- ruta doble mano, sin banquina asfaltada…y devuelta a 45 de máxima.

En cada una de las curvas largas, podía ver por el espejo retrovisor la cola infinita de autos y camiones que se había formado detrás del Jeep. Dos de cada tres que me rebasaban por la contramano, me puteaban; lo podía leer claramente en sus labios. Yo los puteaba devuelta, porque, ¿por qué no? Después de todo, ellos venían con aire y yo no.

Pero la bronca de a poco fue bajando.

Mi manito empezó a levantarse buscando las disculpas por las demoras causadas a todos esos turistas ansiosos por llegar a mojar sus pies en el Atlántico.

Con el correr de las horas, entre frenadas cada vez más improvisadas sobre la banquina de pasto y ráfagas de bondis que me sacudían mientras yo le daba la mema al radiador, empecé a entender la segunda lección de esta odisea inesperada: el poder de avanzar.

Este viaje estaba lejos de parecerse al road trip épico que había imaginado para mi debut rutero. Estaba con muchísimo disconfort; detonado, transpirado, con hambre y sabía que todavía faltaba un montón.

Pero estaba avanzando.

A 45km/h, pero seguía avanzando. Y eso me volvió a sacar una sonrisa.

 

Capítulo 4: Lo impensado

Llego a divisar a lo lejos el Cristo del Camino de General Madariaga.

Listo, ya no falta nada, últimos 30 kms.

Eran las 7 de la tarde y habían pasado tan sólo 11 horas desde mi salida de Baires. Miro la temperatura del reloj, me ruega una última parada.

En esa época, Madariaga todavía no tenía estación de servicio en la ruta, así que no me queda otra que entrar al pueblo.

Salgo de la entrada principal doblando a la izquierda y veo a dos abuelitos tomando mate en el parque delantero de una casa. Freno el IKA, bajo con el bidón y les pregunto si no tienen un poco de agua para prestarme.

“No nos vas a sacar la del mate, ¿no pibe?” se ríen….yo no daba más, pero sonrío devuelta.

“Pasá al fondo querido, ahí tenés la bomba roja, cargá lo que quieras”.

La bomba roja era una bomba sapo manual.

Empiezo a subir y bajar la manivela del aljibe con los últimos vestigios de fuerza que me quedaban. El hilito de agua que salía de la boca del sapo, me vaticinaba un mínimo de media hora de bombeo. Me conformé con llenar un tercio del bidón; “ya fue, más que suficiente para este último tirón” pensé.

Con lo que había tardado en bombear, el radiador ya había enfriado lo necesario como para poder abrirlo sin quemarme -tanto-. Dejé que escupiera tranquilo un par de borbotones marrones, para después pasar a saciar nuevamente su sed.

Listo, media vuelta de tambor y arrancó fresquito el 4 cilindros. Agradecí a los abuelos y volví a la salida del pueblo para encarar los últimos kilómetros de la ruta 74.

Llegando al arco de la entrada de Madariaga, levanté mi mirada y los volví a ver. Ya los venía relojeando nervioso unos kilómetros atrás, pero ahora los tenía encima. Gorditos, pesados y de ese gris violáceo profundo, sabía que esos nubarrones no podían ser lindas noticias.

Aguantame ésta, por lo que más quieras“, le imploré al Cristo del Camino al cruzarnos miradas nuevamente.

Pic….pic pic……pic pic pic pic…..

En vano el rezo, cortina de agua.

Tiro el manotazo para prender el motorcito del limpiaparabrisas del acompañante. Empieza a emanar un chillido peor que si estuviesen torturando a R2D2. Acciono el que estaba en frente de mí, el importante…clavado. Todo lo que podía salir mal, estaba saliendo mal. O eso pensé

De repente, el horror.

La ráfaga de un bondi que venía de frente, confirma las nefastas consecuencias de la falta de cumplimiento de protocolos; de un segundo a otro, ya no veía absolutamente nada. Pero ya no era por la lluvia.

Había escuchado un estruendo brutal y de golpe mi parabrisas había quedado completamente amarillo. Es que en esa última parada en Madariaga, me había confiado, me había relajado

Mi cerebro se dividió en dos. Una parte intentaba procesar esa situación imposible. La otra, recordaba en loop las palabras de mi viejo:“Siempre, SIEMPRE revisá las trabas del capot Pablo”

Con el capot completamente desplegado verticalmente sobre el parabrisas, intento desesperadamente bajar los cierres de la ventanilla de lona que -lógicamente- había cerrado por la lluvia. Necesitaba sacar mi cabeza afuera del jeep para poder ver algo para maniobrar.

El cierre, por supuesto, trabado.

No me queda otra opción que tirarme a la banquina rogando que no hubiese nada ni nadie. Rogando también no perder el control.

Entre bocinazos de autos que venían detrás y de frente, empiezo a a bombear el freno recordando con intensidad las palabras de mi viejo en el protocolo de despegue; “No te olvides de bombear Pablo!”.

Logro frenar a cero sobre el pasto mojado.

Mi torso estaba tieso, mis brazos estirados y mis piernas temblaban más que ese motor 4 cilindros. Sin apagarlo y casi sin poder caminar, me bajo a cerrar el capot. Apenas piso el pasto, miro hacia el frente y proyecto en mi cabeza lo que podría haber significado una demora de un segundo más en la decisión de tirarme a la banquina.

Había quedado frenado a 5 metros de un arroyo.

“Protocolos, para algo están los fucking protocolos” pensé.

Vuelvo a subir al jeep. Ahora sí, apago el motor y respiro.

Pasan unos minutos y me pregunto “¿Lo trabé?¿Soy tan boludo que bajé y no lo trabé?”. No había margen para la duda, así que bajo nuevamente, reviso las trabas y vuelvo a subir.

Estaba absorbiendo a la fuerza una tercera lección muy importante: cuando las cosas se van inesperada y repentinamente a la mierda, no nos elevamos al nivel de nuestras expectativas sino que caemos a nuestro mínimo nivel de preparación.

No paraba de llover y tenía miedo. Entre debates internos, me convenzo de seguir porque había viajado esa ruta durante 17 años y sabía que faltaba muy poco. Arranco el motor, pongo primera y retomo el pavimento todavía tembloroso.

Pero faltaba una última sorpresita.

La ráfaga del primer semi que me cruza de frente refuerza mi nueva reverencia a los protocolos. Porque ahora la capota de lona rebatible del Jeep estaba queriendo levantar vuelo. Sí, esa mariposita, ese anclaje izquierdo al parabrisas, se había partido con el sopapo que le había dado el capot y de repente parecía que cada camión o bondi que me cruzaba conspiraban para dejarme en modo convertible.

Por supuesto no paraba de diluviar. La escena era dantesca.

Miré un mojón -que nunca vi pasar tan lento-, faltaban sólo 17kms. La aguja de la temperatura ya había pasado la “H” de hot. Estaba super hot, pero ya no me importaba nada.“Si te fundís, te fundís…” pensé.

Mirada intensa hacia adelante. Apreté los dientes y con la mano derecha en el volante y la izquierda luchando por sostener en su lugar al lateral de la capota, volví a pararme sobre el acelerador.

 

Capítulo Final: La transición

No me olvido más.

Inspiro profundo. El olor bien falopa del pinito aromatizador que colgaba del volante, quedó neutralizado por el aroma real a pino mojado que me invadía de afuera. Eran las 8:00 de la noche y yo estaba por fin clavando los frenos en la calle embarrada al frente de mi casa en Pinamar.

No lo podía creer, había llegado.

Había tardado exactamente 12 horas en completar los 376 kms que, hasta ese diciembre, siempre había completado mi viejo. Pero lo había logrado yo, y lo había hecho solo.

Mi vieja me escucha llegar y sale a la puerta. Se la veía despreocupada. Pasa que en algún momento había usado el Movicom para avisarle que iba a tardar bastante más de lo esperado en llegar. También para hacer un poquito de catarsis.

Como seguía diluviando, ella se queda en la puerta. “Hola Pol, ¿cómo fue?” me pregunta, como si me estuviese preguntando por una tarde de fútbol con amigos.

No me sale contestarle.

Me bajo del Jeep y me desplomo boca arriba en el parque delantero de mi casa. Era una laguna en la que casi no se veía el pasto. Abro los brazos y piernas como para hacer angelitos en el barro, pero no me da la fuerza.

“Pablo (ya no Pol), ¿estás bien?” me pregunta en un tono levemente más preocupada.

Mirando directo al cielo la lluvia caer, sonrío. “Estoy bien, viejita…estoy muy bien”.

Acostado en el pasto, empapado y sin una gota más de energía, sentía que lo que había vivido no iba a ser sólo un rejunte de anécdotas para contar a mis amigos.

Podía sentir algo diferente en mi cuerpo.

El universo había conspirado para yo tuviera que atravesar eso y para que tuviera que hacerlo solo. Se sentía deliberado. Y si bien todavía no lo entendía, sentía que algo especial había pasado.

Es que algo especial había pasado.

Después de mi odisea, mi viejo tomó una decisión criteriosa; era tiempo de dejar el Jeep en una guardería en la costa. Y aunque pudimos disfrutarlo varios años más, ese fue su último gran viaje.

Sin saberlo y por algún giro místico del destino, en esa pasada de mando mi viejo me había confiado la jubilación del IKA y regalado mi primera gran aventura. 

Una aventura que disfrazaba una transición.

Es que en realidad lo que estaba pasando era que, en ese diciembre de 1998, se terminaba una etapa en mi vida y estaba por empezar una nueva. Se venían cambios importantes. Había lecciones que necesitaba aprender. Partes de mi que necesitaba conocer.

Pasaron los años y me terminé topando con un artículo que hablaba acerca de las ceremonias que existen en diferentes culturas para ayudar a una persona a transicionar de una etapa de su vida a otra. La tienen desde tribus indígenas hasta los Boy Scouts.

Son los famosos ritos de paso.

Hoy, recordando mi odisea, puedo poner en palabras lo que sentí esa noche tirado bajo la lluvia, empapado en el parque delantero de mi casa en Pinamar. La vida se nos va entre rutinas, entre días que a veces se parecen demasiado entre sí.

Pero, cada tanto, hay días que rompen el molde.

Hay días en los que algo cambia. En los que dejás de ser el que eras a la mañana y te convertís en alguien un poco distinto a la noche. Ese 27 de diciembre de 1998 había sido uno de esos días.

No por la hazaña que sentí que había superado en ese momento, ni por el esfuerzo, ni siquiera por el cansancio… sino porque había cruzado una línea invisible que marcaba que algo había cambiado. Una de esas que no se ven, pero se sienten y que, con el tiempo, pude entender.

Porque creo que no necesitamos estar en el medio de la Savannah africana con tambores y ceremonias para tener un verdadero rito de paso. A veces los ritos de paso se te dan a 45km/h, con un radiador tapado y un capot volando al cielo.

Mientras revivo mi odisea casi 30 años más tarde, pongo devuelta “El Rito” de Soda Stereo.

“Y ya lo sabes, nada es casualidad”, canta Gustavo.

Sonrío porque estoy convencido que tiene razón.

Abrazo y hasta la prox.

Leave a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *