Uno de esos días. De punta a punta y sentado en la oficina sintiendo que no logré nada.
Duele.
Duele empezar un trabajo creativo de cero. No, no hablo de esos momentos en los que de repente te baña un aura de inspiración y todo fluye. Esos se disfrutan.
Te hablo de esa hoja en blanco, ese proyecto que es importante para vos y que querés materializar, pero hoy es sólo una idea que no sabés cómo darle forma. Ese tipo de proyectos creativos que te hacen sentarte cara a cara con La Resistencia.
Ahí duele. O da miedo, o genera frustración o ansiedad. O todo junto.
Y como todo eso hierve dentro nuestro, se nos activa la amígdala y empezamos a patear para adelante. Manoteamos el celular y empezamos a contestar esos mensajes de WhatsApp que claramente podrían esperar, o nos ponemos a escrolear en Instagram los spots escondidos de NYC, o nos obsesionamos con ordenar y limpiar nuestro espacio de laburo.
Suenan trompetitas y platillos de fondo:”Hola chicas y chicos! Bienvenidos al fabuloso circo de la procrastinación! Que comience el show!”
Papa-para-bara ba-pa-para…
Empiezan a pasar las horas, el día, la semana, los meses…“3, 2, 1…Feliz año nuevo!”
Ahí vamos, nueva listita de propósitos para el año entrante y a empezar el ciclo de nuevo.
No sé a vos, pero a mí particularmente me pega durísimo no poder avanzar y cerrar proyectos que me propuse. Y cuando eso pasa, me castigo…muy fuerte. Mi diálogo interno entra en un default de belicosidad feroz. Incorporé hábitos para tratar de mitigarlo y ser más compasivo conmigo mismo, pero no deja de atacarme de arrebato por la espalda de vez en cuando.
Ayer fue un día de esos, una bellísima jornada en la que permití que mi amígdala tomara el volante y, como resultado, activara el circo de la procrastinación.
Pero después de salir abatido, llegó la noche y, con ella, mi subconsciente. Algún cable ahí arriba debe haber entrado en un programa intenso de retrolavado, porque hoy – como me pasa seguido- me levanté recordando sueños.
El primero, raro y medio irrelevante; mi profesor de literatura de la secundaria dándonos una clase acerca de Nietzsche. El tipo era fanático de Nietzsche.
Pero el segundo, el segundo fue el que no pude sacarme de la cabeza.
La casita del bosque
La imagen de ese segundo sueño era clarísima y en Technicolor. Un niño de unos 7 u 8 años años con una sonrisa de oreja a oreja construyendo una casita con ramas en un bosque.
Estaba arrodilladito sobre un manto de pinocha y los rayos de sol se filtraban entre los pinos. Agarraba una rama, la presentaba sobre la puerta de la choza. No servía, buscaba otra. Cubría el techo con unas hojas de pino caídas. Había disfrute, había presencia, había tranquilidad. Había olor a humedad y también a tortilla de papas.
Se escucha un grito a los lejos:“A comeeeer!” . El niño se levanta y sale corriendo en busca de esa tortilla. La Panavision instalada en mi cabeza lo filma alejándose y saltando de felicidad.
¿Por qué soñé ésto con tanta claridad? ¿Por qué justo después del día de mierda que tuve ayer?
Lo primero que pensé fue lo obvio; crecemos y nos matan el juego. Como dijo alguna vez George Bernard Shaw “El hombre no deja de jugar porque envejece, sino que envejece porque deja de jugar.”. Sí, es verdad, pero había algo más de fondo. Me di cuenta rápido que en ese sueño había algo que no existía; no había procrastinación.
Empecé a preguntarme cuál era la fórmula mágica que tenía ese pibe, esa que yo seguro también tuve y que en algún momento extravié. Esa que olvidé o que tal vez pisoteé tanto que únicamente había quedado accesible a través de un grito desesperado de mi subconsciente.
¿Podría haber algo de ese chico sumergido en el acto presente y desapegado de crear que yo pudiese recuperar?
Arquitectura en reversa
Me vine a la oficina y empecé un proceso de arquitectura en reversa para tratar de deconstruir la casita de mi sueño en un intento por decodificar esa Fórmula de Anti-procrastinación perdida.
Limpié mi pizarra y empecé a escribir palabras, frases, sensaciones, preguntas.
¿Por qué estaba tan feliz ese chico? ¿Por qué no podía parar de hacer esa casita? ¿Por qué estaba solo?
Me quedé mirando esas preguntas por un rato hasta que me cayó la ficha; porque no había nada que demostrar.
Cierro los ojos y expiro por la nariz casi riendo. “¿Ésto es un tema de ego?! ¿La procrastinación también es un tema de ego?”
Esa pregunta me llevó a mi día de ayer, a rememorar todas esas vueltas que había dado para intentar avanzar con el trabajo creativo que tenía que encarar:
“No tengo el lente que necesito para filmar eso, esa toma no funciona”
“El taladro de la obra a dos casas de distancia me quema el cerebro, no puedo ni pensar”
“Se me acabó la yerba. Listo no hay mate, ya fue”.
Todas eran lo mismo, una panquequeada de excusas apiladitas sobre más excusas con un único objetivo; dilatar infinitamente lo inevitable, el juicio. Claro, porque me había propuesto hacer un trabajo creativo y, cuando éste se liberase al mundo, el mundo iba a responder…o no iba a hacer nada.
El horror.
Esa segunda alternativa es el horror. Esa es la que hace que pateemos todo para adelante, porque es la que conlleva la inimaginable posibilidad de que el ego termine confirmando su irrelevancia, su insignificancia.
“¿Cuántas veces hice ésto? ¿Cuántas veces enmascaré miedos e inseguridades con “perfeccionismo?. ¿Cuántas veces permití que la manera en que el mundo pudiera reaccionar a mi creación fuese el factor que comandara mis acciones? O mucho, mucho peor; ¿mi inacción.?”
Empezaba a darme cuenta por dónde venía la cosa pero también a imaginar cómo atacarla.
La trampa atómica
El misterio se empezaba a develar. El niño del sueño accionaba y disfrutaba porque no tenía nada que demostrar, no tenía identidad que defender.
Anoto la palabra identidad en la pizarra.
Eso es lo nos pasa a los adultos. Estamos sistemáticamente construyendo identidades que usamos como portadas para presentarnos al mundo. Cuando esas identidades se ponen en jaque, recurrimos a cualquier herramienta que esté a nuestro alcance para defenderlas. Una de las más potentes, sobre todo en proyectos creativos y artísticos, es la siniestra procrastinación.
Esbozo una sonrisita medio pedante porque me doy cuenta dónde podía estar la clave para erradicarla.
Hace unos años James Clear, me había enseñado cómo entender mejor el proceso de incorporación o eliminación de hábitos para lograr los objetivos que me propongo en mi vida. Claro, ahí está! Era un tema de incorporar mejores hábitos!.
Busco mis anotaciones sobre su libro Hábitos Atómicos y los ojos se me van a una frase subrayada que contenía la misma palabra que había anotado en la pizarra:
“El verdadero cambio de comportamiento es el cambio de identidad“
Sigo leyendo y veo como Clear introduce a la identidad como una herramienta que te ayuda a crear un marco mental y conductual que te impulsa a tomar acciones coherentes y consistentes con quien quieras ser. Empiezo a recordar que la identidad, para Clear, es un verdadero catalizador de cambio y un antídoto para la procrastinación. Porque, según él, cuanto más te identifiques con una persona que por ejemplo escribe, o que corre, o que vive saludablemente, más fácil va a ser que acciones en consecuencia y con menor esfuerzo.
Pero…el chico del sueño no estaba actuando con hábitos ni defendiendo identidades.
Vuelvo a girar mi cabeza hacia la palabra anotada en la pizarra. Me frustro, la respuesta no parecía venir por ahí.
O tal vez sí.
En mi biblioteca aparecía el lomo de otro libro que fue muy importante en mi vida; El Poder del Ahora, de Eckhart Tolle. A diferencia de Clear, este autor toma a la identidad como una construcción que refuerza el ego y que levanta todo tipo de barreras para nuestra paz interior. A riesgo de sobredestilar -perdón Eckhart-, mientras más nos definimos a nosotros mismos con etiquetas, más rígidos nos volvemos y más nos obsesionamos con proteger esa identidad de amenazas externas (de la valoración de los demás, de la propia, del fracaso, etc.).
Para Tolle, la identidad es básicamente una jaula del ego, y sólo soltándola podemos alcanzar una vida más anclada en el presente, desapegada y libre de sufrimiento.
Eso era lo que no me cerraba de aferrarnos a una identidad.
¿Y si desapegarnos de la identidad además nos permitiese crear más?
Empiezo a darme cuenta que el vínculo entre la identidad y la procrastinación creativa podría radicar en el miedo al fracaso. Cuando adoptamos una identidad muy marcada, corremos el riesgo de volvernos vulnerables a los juicios sobre esa identidad. Nos aterroriza la posibilidad de que nuestro trabajo no cumpla con las expectativas, las propias y -sobre todo- las ajenas. Acá es donde las enseñanzas de Tolle podrían desafiar lo que Clear propone: por ejemplo, al aferrarnos a una identidad de “creativo”, es fácil que el ego se vea desafiado por la falta de inspiración y, por miedo al fracaso, terminemos bloqueando nuestro flujo creativo y procrastinando nuestro trabajo.
Ese pibito del sueño no tenía identidad de constructor ni de arquitecto ni estaba identificado con lo que producía. No ponía excusas, y tampoco dejaba de hacer la casita porque no encontraba la rama perfecta. No necesitaba a nadie que estuviera alrededor diciéndole que la casita estaba quedando increíble. El chico disfrutó y estuvo plenamente sumergido en ese proceso creativo.
Metiendo mejores nutrientes
Ok, me iba cerrando un poco más la cosa. Ahora venía la pregunta del millón:
Si el apego a una identidad y el miedo al fracaso pueden llevarnos a procrastinar, ¿cómo hacemos en nuestro día a día de laburo creativo para efectivamente romper ese ciclo? ¿Cómo lo logramos sin depender de una intervención mística de nuestro subconsciente en el medio de la noche para darnos un sopapito despavilador?
La pizarra ahora está llena de palabras y todos los conceptos habían quedado conectados con flechas de todos los colores que se entrecruzaban.
“Parece una licuadora. Eso…una licuadora!”.
Dibujo una licuadora.
Tal vez si hiciésemos una licuadora entre los enfoques de Clear y Tolle, una suerte de los greatest hits de cada uno, podríamos encontrar un equilibrio entre la acción impulsada por una identidad consciente e impermanente y una desidentificación de los resultados y el ego.
Empecé a pensar en algunas nuevas posibles combinaciones para incorporar a mi dieta:
- Licuadito de Identidad Flexible: metemos una pizca del enfoque de identidad de Clear, pero con un toque del abordaje de Tolle en mente. En mi caso, por ejemplo, en lugar de identificarme con todo el peso que implica la etiqueta de “un escritor”, podría simplemente verme como “alguien que escribe regularmente lo que siente”. Ésto automáticamente elimina excusas perfeccionistas para suavizar la rigidez de mi ego y me libera para accionar sobre lo que me apasiona, sin tanta presión por los resultados.
- Licuadito de Disociación del Resultado: Tolle machaca todo el tiempo con que el presente es lo único que existe. Por eso, cuanto más nos enfoquemos en el momento de la creación, menos importancia le vamos a dar a los juicios externos. Esa podría ser una forma de mitigar el peso del ego en el acto creativo, desterrando la procrastinación y logrando disfrutar el proceso. Armar casitas del bosque por el placer de armar casitas del bosque, escribir por el placer de escribir. Filmar por el placer de filmar. Emprender por la pasión por emprender. Completá las líneas en blanco con tu caso.
- Licuadito de Hábitos sin Apego: apalancarnos en el poder de los hábitos que propone Clear para crear de manera recurrente, pero adoptando la filosofía de Tolle de no aferrarnos al resultado ni a la identidad que esa acción refuerza. En mi caso por ejemplo, el hábito diario que vengo practicando hace tiempo de escribir, de conceptualizar y de bajar ideas, hoy me ayudó a romper la procrastinación en la que había caído ayer. Sí, lo pude lograr gracias a mi habitualidad en la práctica, pero a diferencia de ayer, la acción llegó cuando me sumergí de lleno con curiosidad y con desapego. Se destrabó recién cuando pude soltar mis expectativas y mi conflictiva identidad perfeccionista que es tan funcional a la procrastinación.
- Licuadito de restricciones: lo meto también a Ryan Holyday en esta licuadora, porque con su libro “El obstáculo es el camino”, nos enseña que todo lo que muchas veces vemos como problemas, restricciones o complicaciones, en realidad son grandes bifurcaciones en el camino. Nos pueden llevar a la procrastinación (como me pasó ayer con cada excusa que me puse para postergar), o nos pueden ayudar a catalizar nuestro proceso creativo. El camino lo elegimos nosotros. El niño construía su casita con las ramas que tenía a mano en el bosque. Yo ayer me escondí atrás de un paquete de yerba vacío.
Empiezo a sentir que hay nuevas posibilidades, que la procrastinación tiene solución. Empiezo a sentir que estoy muy cerca de recuperar la fórmula secreta.
Despejar el bosque
Pasó todo el día igual que ayer, pero hoy estuve creando. Se siente muy diferente, la procrastinación hoy no pudo ganar.
Vuelvo a recordar mi sueño. Vuelvo a recordar ese olor a las tortillas de papas que hacía mi vieja antes de ir a la playa.
Pasaron 35 años de ese mini Pol de mi sueño de anoche. La vida hoy me trajo de vecino a la casa de veraneo de mi familia, a vivir al lado del exacto mismo bosque.
Los pinos siguen ahí, pero donde antes había pinocha fresca y espacio para construir casitas con ramas, ahora hay enredaderas que se extienden por el suelo y que ya empezaron a trepar por los árboles. Hace unos días mi vieja vino de visita y me pidió ayuda para sacarlas porque, de a poco, estaban empezando a asfixiar a los pinos y eventualmente los iban a terminar secando.
La vida adulta nos llega con una linda cuota de responsabilidades. Para cubrirlas, vamos cultivando expectativas que a veces vienen de la mano de un feroz deseo de “ser alguien”. Ahí empezamos a buscar encarnar una identidad para desfilar orgullosos frente al mundo.
Una identidad.
Tal vez ahí nace la tragedia; en la búsqueda de esa construcción tan demarcada, vamos matando el juego, ahogando nuestra curiosidad y abrazando el perfeccionismo. Y cuando finalmente nos invade el miedo a no ser capaces de estar a la altura de esa imagen que tan minuciosamente fuimos proyectando, entonces se apoderan de nosotros las excusas, la parálisis y la inacción.
Ahí se manifiesta con toda su fuerza la procrastinación.
Hoy miraba las enredaderas que vienen creciendo desde hace 35 años en ese bosque -y que todavía no quité- y me preguntaba si la procrastinación no es un poco como ellas. Puede que si no la arrancamos a tiempo, no sólo nos cubra el suelo, sino que eventualmente se termine llevando puesta toda nuestra capacidad creativa, el disfrute del proceso y, finalmente, termine chupándole la sabia a todos esos proyectos que alguna vez fueron tan importantes para nosotros.
Todos tenemos esa capacidad innata de jugar, de crear sin pretensiones ni juicios. La clave creo que reside en no aferrarnos con tanta fuerza a esa identidad que fuimos construyendo. Cuanto más nos enquistamos en ella, más libertad perdemos y más fácil se vuelve caer en la trampa de postergar, de esperar el momento perfecto, la ramita perfecta.
Pero ese momento perfecto nunca llega.
Tal vez ahí está la fórmula secreta que tanto estuve tratando de deconstruir. Tal vez no se trata de luchar contra la procrastinación, ni de forzarnos con hábitos a cumplir el trabajo creativo. Tal vez se trata de permitirnos volver a explorar con la ramita que encontramos a mano, de desabotonarnos identidades rígidas y de aceptar que lo que realmente nos permite avanzar en nuestros sueños no es el resultado, sino el acto de crear.
Y sí, ese acto de crear muchas veces, como lo sentí ayer, duele.
Duele porque es anárquico e incoherente y muchas veces se siente como estar dentro de una fucking licuadora. Pero, alguna vez alguien dijo que “Uno debe tener caos dentro de sí para dar a luz a una estrella danzante.”
Lo dijo Nietzsche.
Sólo cuando soltamos el miedo y bailamos con ese caos que trae el proceso creativo, podemos volver a ser ese pibito o pibita que construye casitas en el bosque sin preocuparse por nada más que disfrutar el hermoso flow que viene con el proceso. Porque, al final de todo, lo importante no es la casita, sino el placer de construirla.
Por lo menos hasta que te llamen por la tortilla de papas…
Abrazo y hasta la prox.